sábado, junio 18, 2005


helicidad

Camino de Santiago - Reflexiones posteriores

Miguel Ángel Mendo


1.
Anteayer llegué a Santiago. Después de 30 días andando. Ahora, en Barcelona, intento recomponer en mi mente las piezas de este puzzle salvaje que, una vez acabado, miro y remiro sin lograr entender.
Ayer tuve muy clara una sensación. Como si hubiese sido una pequeña revelación: hacer el Camino, terminarlo, recorrer los ochocientos y pico kilómetros que separan Jaca de San Jaco o Sant Yago, ha hecho de mi una persona normal. Soy, por fin, como los demás. No más complejos de debilidad, miedos a no dar la talla, timideces adolescentes que, a mi más de cincuenta años, en lo más recóndito de mi, aún perduraban. Ahora me he dado cuenta. Justamente al percibir su ausencia.
Es como desprenderse de un peso innecesario que ni siquiera sabías que llevabas en la mochila.
Es, pues, bastante curioso que cuando los demás, los amigos, me han recibido un poco como un héroe, yo me sienta más como ellos. He sufrido lo mismo que hombres, señoras, niños, ancianos, que hacían como yo el Camino, y, lo mismo que casi todos ellos, he conseguido sobreponerme al sufrimiento y he alcanzado el objetivo que me había propuesto. Soy, así, como todos. Uno más. Y es estupendo.

2.
Alguien en el camino, muy especial, me contó cosas que le sucedieron días antes de iniciar la marcha.
"Que la paz sea contigo". Esta fue la bendición que recibió antes de su partida. Se la dio su Maestro, en cualquier sitio, en la acera, en un instante y sin que nadie más en el grupo en el que se encontraba se percatara ello. Casi parecía una broma. Pero, claro, para él no lo fue. Al decir la frase le puso su mano en el pecho, con tanta delicadeza y con tanta intensidad, que el contacto de esa mano permaneció con él a lo largo de todo el Camino. Era una invitación a la apertura, a la fraternidad, a compartir cosas. O, al menos, así lo percibió él.
Según me dijo, un Maestro encuentra siempre el modo de decir las cosas sin que nada se altere, sin que nadie se dé por enterado, sin grandes alharacas, sin rituales. Aquello me impresionó. Sólo él percibió aquella ayuda, aquel impulso. ¿A qué más?
Y lo curioso es que, según me explicó, ese chacra del corazón es el que más le ha conectado con el modo adecuado de hacer el Camino. Con la comunicación, con la apertura a los demás y a lo maravilloso.
Qué envidia.

3.
He visto a personas que hacían el Camino como si se tratase de una competición deportiva. Me han dado pena. Gente que se vanagloriaba de hacer 45 o 50 kilómetros al día. Gente que se vanagloriaba de llevar una mochila con 20 kilos de peso. Se sentían especiales, diferentes. Aparecían y luego desaparecían con la misma velocidad, la misma urgencia contra-reloj.
He visto a personas que hacían el Camino sin apenas hablar con nadie. Eso sí, muchos de ellos escribían largo rato en sus diarios cada día. Y muchos, era evidente, se vanagloriaban de ello.
Me hubiese gustado decirles que, en realidad, el Camino son las personas que transitan por él. Que no hay otra senda que la que forma las conciencias y la energía de los seres humanos que habitan las poblaciones por las que pasan y la sensibilidad de aquellos que comparten su jornada de viaje.
Pero no les dije nada. Porque desde el primer día aprendí que en el Camino no se dan lecciones a nadie. El Camino, por sí solo, se encarga de hacerlo. Si acaso es necesario hacerlo.

4.
Me estoy dando cuenta de que hablo del Camino como si fuese un ente con vida propia. Un ser que habla, decide, castiga y premia. Una especie de deidad extraña, nunca explícitamente consagrada. ¿Existe alguna comunidad que haya adorado y venerado al Camino? Sí. Seguramente todos los pueblos nómadas. Pero no conozco los nombres que le han dado.
Sólo sé que, en el Camino, todos los caminantes lo sentimos como una deidad, como un ente superior. El Camino te enseña cosas, el Camino te golpea a veces, el Camino te da alas, el Camino te musita pensamientos al oído, te doblega, te enamora, se traga tus palabras, reduplica tus obsesiones, te arrastra, te muestra realidades inauditas...
Cuando dices a todos con los que te encuentras: "Buen Camino", estás diciéndoles, en realidad: "Que el Dios Camino te resulte propicio".
¿No es eso una invocación a un dios por todos compartido?

5.
Hay algo que se aprende en el Camino, quizás no los primeros días, pero sí al cabo de unas semanas. Y, creo yo, lo aprende todo el mundo. Lo he comprobado en muchas ocasiones, en breves y sustanciosos intercambios de impresiones. Todo es mental. Esta es quizás la formulación más simple de una idea bastante compleja y que mí me parece muy sabia.
Uno comienza constatando que disponer de un estado de ánimo positivo o negativo sólo depende, en definitiva, de la capacidad para instalar los propios pensamientos por encima del nivel del sufrimiento, del esfuerzo, de las dificultades. Como aparecía escrito, en francés, en la camiseta de un peregrino: "Jodido pero contento". Ese especie de elevación de la conciencia (y no me parece exagerada la frase) es necesario hacerla en un momento u otro, porque es imposible ir amargado durante todo el Camino.
Después es fácil colegir, mientras se va caminando, que si algo tan importante como la alegría y el placer dependen exclusivamente de tu voluntad, de tu capacidad de trascender el plano de lo obsesivo, todo depende de eso.
Esa especie de sentimiento de relatividad, esa lucha personal permanente por instalarse por encima del sufrimiento, es el trabajo cotidiano del caminante.
Naturalmente, hay personas que te ayudan a permanecer en ese estado, con su vitalidad, con su alegría, y personas que apenas si son capaces de contagiarte un ápice de distensión.
Por eso, en el Camino, como en la Vida, es tan necesaria la fiesta, la risa, la celebración. Lo báquico. El trabajo se está haciendo, paso a paso, zancada a zancada. Pero la mente debe estar volando en otra dimensión, celebrando constantemente que los pies están, por sí solos, avanzando en la dirección correcta.
No sólo para ti. La alegría es la savia que debe circular y alimentar todo el Camino. Y he visto a peregrinos que, ni aún en el momento de poner el pie en la plaza del Obradoiro, han tenido la generosidad de mostrar, de exhibir, de compartir su alegría. Tendrán que hacer cien veces más el Camino. Supongo.

6.
En el Camino, todo lo que sucede tienen su propia lógica que, normalmente, pertenece más a la esfera de la mágico que de lo causal. Y el que comienza a caminar necesariamente acaba entrando en esa dinámica de pensamiento.
Si te encuentras una linterna en medio de la vereda, si pierdes tu sombrero, si tropiezas en aquella piedra, si te duele la garganta, si te invitan a un vaso de vino... Todo tiene su porqué. Y, pienso yo, todo el mundo lo sabe.
Uli tuvo un grave contratiempo. Un hospitalero (persona que trabaja voluntariamente en los albergues de peregrinos), que en realidad era, como se comprobó después, un advenedizo, se nos presentó como fisioterapeuta y masajista. Pues bien, aprovechándose de su inocencia, a Uli le dio un masaje que acabó convirtiéndose en una sesión de tocamientos sexuales. Sufrió un fuerte trauma, cargado de violencia, y se retiró a su soledad, avergonzada. Nosotros, sus amigos del Camino, la acompañamos en su retirada. Se emborrachó esa noche, pero al día siguiente todos continuamos caminando. El masajista libidinoso, un tal Félix, era, sin duda, un degenerado. Pero Uli, a pesar de que se resistiera a hacerlo en un principio, tendrá que asimilar ese maldito suceso como una lección. Como algo que debe servirla para aprender. Como una señal del destino. Como un acontecimiento que tiene que ver con su modo de estar y de avanzar en el Camino y, por lo tanto, en la Vida. La Vía, que dicen los andaluces.
Todo puede interpretarse en esos términos, y en el Camino es corriente referirse (con pocas palabras tal vez, porque la verbal no aporta demasiado, y se sabe) a lo que uno debe asimilar en cada experiencia vivida. Los sucesos más simples, más anecdóticos, son fácilmente interpretables de ese modo. Con los más traumáticos cuesta más. Pero es exactamente lo mismo.


Julia y yo

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Pídemelas en un simple comentario.

Más reflexiones

7.
"Los pies en el suelo, el pecho en el aire y la cabeza al viento". Esta importante frase, que llegó a mí hace tiempo, es como un mapa muy sencillo de tres polos que me ha servido de guía en muchas ocasiones a lo largo del Camino. Tres dimensiones, tres planos, tres realidades.
Los pies sabiendo dónde pisan, recogiendo toda la energía del suelo por el que avanzan, utilizando con eficacia el acopio de fuerzas físicas de tu cuerpo para avanzar del modo más inteligente posible. Es el nivel de lo terrenal, de lo pragmático, de la supervivencia, de la consumación del Camino en su aspecto más realista. Avanzar con seguridad atendiendo a los cuidados primarios, materiales, fisiológicos, siempre hacia el oeste.
El pecho en el aire que todos compartimos, que todos respiramos. Los pulmones recibiendo y devolviendo al medio que nos envuelve a todos el hálito de la experiencia. El pecho en comunicación con la sensibilidad que flota en el Camino.
Y la cabeza volando hacía lo más alto, hacia lo inconmensurable, hacia la luz del entendimiento. A percibir en cada paisaje la unidad dentro de la inabarcable diversidad del mundo por el que caminamos. La cabeza ordenando en infinitos panoramas móviles el aparente desorden de sensaciones y gestos. La cabeza conectando a cada instante, veloz como la luz de las estrellas, con los veintisiete polos del universo.

8.
He recordado a veces, caminando, la imagen de la primera carta del Tarot, o, mejor dicho, la número cero. El loco. Que es también la primera casilla del Juego de la Oca. Porque así me sentía yo. Con el hatillo al hombro y las mariposas acompañando mi caminar, feliz, a veces, de ser tan libre y tan poca cosa; dichoso por tener en ese momento un tan liviano pasado y, ante mí, un futuro tan inmediato y sencillo. Es la inocencia. Y de ahí, también, el peligro del arcano: en el naipe, el caminante está al borde de un risco sin percatarse de ello. Pero yo pensaba: ese es el riesgo del vagabundo sin tino.
El peregrino está exento de ese riesgo porque no es jamás un vagabundo, porque tiene a donde ir, porque sus pasos le dirigen a un objetivo definido. Y por muy vagas que parezcan las razones de su destino, le libran del deambular alocado. Sigue una senda sabia, perfectamente trazada por hombres muy antiguos.
Sí, hay, en Julio al menos, miles, millones de mariposas que te van abriendo camino y llenan de colores fugaces y de ligereza la vereda por donde avanza el peregrino.
Esa es la maravilla del Camino: te ofrece liviandad y libertad y, al mismo tiempo, un objetivo.

9.
Comiendo con Javier en Burgos, junto a la catedral, hemos creído localizar las cuatro puertas del camino. La primera, Jaca. La segunda, Burgos, el primer tercio de todo recorrido. La tercera, Astorga, y la cuarta, claro, Santiago. En todas estas ciudades hay una puerta bajo la cual el peregrino tiene que pasar. Lo descubrimos un poco intuitivamente, pero la guía de Javier nos lo iba corroborando mágicamente.
Esto lo asocio a las tres fases del Camino que alguien me contó antes de partir. Parece ser que hay una especie de agencia o de centro de terapias en Madrid que organiza y coordina grupos para hacer el Camino por fases. Recorren primero la etapa de la juventud, hasta Burgos. Otro año hacen el tramo de la madurez, de Burgos a León, y por último, el de la senectud, de León hasta el final.
Ellos dicen que el paisaje, el clima, la idiosincrasia de cada uno de esos tercios se corresponde con las tres fases de la vida. Puede ser.
Lo que sí sé es que hacer el Camino es una terapia magnífica casi para cualquiera. La mayor parte de los problemas que asedian al que comienza a andar van siendo sustituidos por otros bastante más inmediatos y pragmáticos. Y el régimen de austeridad y de rigor que exige el peregrinaje hace que cualquier pequeño regalo que el Camino te ofrezca (un paraje fresco y sombreado, una fuente, un bar amable, un saludo respetuoso de un lugareño, una conversación agradable) sea apreciado y degustado con entusiasmo.
Se aprenden a valorar los gestos más sencillos y las más elementales comodidades. Y eso es, creo que indudablemente, magnífico desde cualquier punto de vista. Porque todo lo cultural, todo el universo mental excedente que la civilización nos ha ido haciendo acumular en nuestro sistema de valores, desaparece de un plumazo. Y el caminante aprende a relativizar la importancia de tantos bienes y accesorios de que nos hemos rodeado en la vida cotidiana. Se produce una extraña y curiosa identificación con el caminante de todas las épocas y de todos los tiempos pues, como él, uno prescinde de todo aquello que no sea útil para seguir avanzando, a pie, hacia Santiago o, muchos siglos antes, hacia el Finis Terrae. El hombre del remoto pasado y del segundo milenio después de Cristo, en el Camino, son muy semejantes.
Seres casi desnudos, necesariamente abiertos a la comunicación y empujados a la solidaridad, fatigados, ilusionados por alcanzar una meta inmaterial, un objetivo que, explícitamente o no, siempre tendrá algo de espiritual.

10.
Hay otra característica en el peregrinaje a pie o en bicicleta que, en una época como la nuestra, donde el consumismo es uno de los ingredientes básicos de la vida, hace del Camino una experiencia muy especial: el peregrino apenas si puede comprar nada. Sólo puede consumir aquello que vaya a utilizar en su jornada de viaje.
Me preguntaba ayer una amiga si se están abriendo nuevos negocios en las ciudades por las que pasa el Camino, ahora que se está poniendo de moda. Poco negocio puede dar el caminante. Utiliza, sí, las farmacias, y hay una marca de apósitos para las ampollas de los pies que está haciendo su agosto. Pero poco más. Las zapaterías y las tiendas de artículos deportivos también deben de vender mucho, y los productos que ofrecen son cada vez más caros y sofisticados: sandalias de trekking, botas con gore-tex, calcetines transpirables... Pero todo eso se compra antes de iniciar el Camino, y en las ciudades por las que se pasa no creo que hagan mucha fortuna con ello.
Restaurantes, supermercados y fruterías. Ésas son las únicas tiendas que visita el caminante, y con harta parquedad, sinceramente. Tal vez ahora, con los teléfonos móviles, se vendan algunas tarjetas se recarga. En cuanto a las tiendas de souvenirs, digamos que sólo deben de ser rentables las que hay en Santiago, una vez que el Camino ha terminado.
Y es maravilloso. Porque llevamos el ansia de comprar en la sangre, pero sabemos todos que cualquier cosa inútil o no absolutamente necesaria que compremos la vamos a tener que cargar en la espalda. Entonces, la codicia desaparece como por ensalmo. Miras los escaparates de las tiendas en Logroño, en Burgos, en León, y te parece que todo lo que exhiben allí, entre luces de colores y oropeles, forma parte de un mundo al cual no perteneces. Nada hay en ellos que te llame, que te seduzca, que te tiente. Y entonces pareces un ser de otra galaxia.
Pero eso —yo lo notaba al menos— es otro de los elementos que te hace un ser aún más respetable a los ojos del resto de los ciudadanos con los que te cruzas. Es como si todos supiéramos que se puede intentar hacerle frente, al menos por unas semanas, a ese dragón que nos engulle día tras día. Y que, en el fondo, pocas cosas son absolutamente necesarias. Y la mayoría de ellas no están a la venta.

11.
Existe una preocupación cada vez mayor por parte de un buen número de peregrinos, que seguramente por ello se sienten más puros, acerca de la creciente masificación del Camino.
"Esto parece una romería", dicen algunos, sobre todo al entrar en Galicia, donde aumenta el número de caminantes notablemente. Pero también es uno de los temas de conversación preferidos a lo largo de todo el Camino.
A mí siempre, lo primero, me producía gracia. Es como si los que se lamentasen de que hay demasiada gente no fuesen, ellos mismos, gente. Como si no contribuyeran con su propia presencia a esa "masificación" de la que se quejan.
Puede ser comprensible esta indignación hasta cierto punto, si surge de labios de los que yo llamo "repetidores", es decir, de esas personas están haciendo el Camino por segunda, tercera o incluso séptima vez. Simplemente han conocido tiempos de un Camino más "idílico", si se quiere entender esto como menos concurrido. Pero no veo qué virtud pueda tener eso. Si se desea soledad lo mejor sería darse un paseo por la montaña, o, en plan Cela, hacer un recorrido a pie por la Alcarria.
Yo creo que el Camino de Santiago es capaz de acoger en su seno a verdaderas multitudes sin perder un ápice de su magnificencia y de su potencial transformador. O incluso al revés: su eficacia como espacio de aprendizaje aumentaría. Hay que recordar que en los siglos XIII y XIV, el Camino era una auténtica y viva Universidad andante y que muchos peregrinos dedicaban varios años de su vida (como en el caso de Raimundo Lulio, que estuvo veinte años) aprendiendo los diversos oficios y saberes que, como talleres y seminarios, se habían establecido todo a lo largo de su recorrido. Las guías antiguas hablan de más de quinientas mil personas, simultáneamente, haciendo el Camino.
El peregrino de ahora quizás tiene miedo a no encontrar plaza en los pocos albergues que jalonan su trazado. Pero eso es simple cortedad de miras. Es evidente que si aumenta el número de caminantes, aumentará por fuerza el número de hospitales y de refugios. Si no los crean los poderes públicos, serán los privados, o los diversos grupos de opinión y de credo, deseosos de ejercer su influencia sobre un público creciente y receptivo.
¿No estamos viendo acaso lo que sucede con ese falso espacio abierto llamado Internet? Sólo que el Camino de Santiago jamás soportaría tal competitividad comercial, ni llegaría nunca a ser esa feria universal de equívocas y chabacanas simplezas que es Internet. El Camino es algo tan vital, tan cierto, tan directo, tan opuesto al llamado universo de lo "virtual" (aunque en sentido estricto es justamente eso, ya que "virtual" es una palabra robada, relacionada con "virtud") que repelería inmediatamente esa conspicua confusión de pensamientos organizada que parece ser el modelo de conducta dominante en estos tiempos.

12.
Quiero hablar ahora de los problemas físicos que asaltan al caminante. No he conocido, en mi viaje, a ningún peregrino que no haya sufrido dolencias. Son como la sal del Camino.
Recuerdo un día que, en el grupo en el que caminaba, nos dimos permiso para expresar durante un minuto las lamentaciones personales que nos acuciaban. Aquello fue como un coro caótico de voces desesperadas. Nos reímos un buen rato del juego, pero nunca más volvimos a proponerlo. Es mejor no hacerse eco de las propias protestas. Es preferible no verbalizarlas siquiera. Ni aún dedicarse a pensarlas en silencio. Lo mejor es intentar olvidarse de ellas.
Cuando la planta del pie izquierdo deja de doler, aparece el pinchazo en la rodilla derecha, y si no, la contractura del cuello, ésa que viene y se va, o la ampolla del talón se recrudece, o...
La lista es infinita, inacabable. Porque ninguno de nosotros somos Cristos caminando sobre las aguas. Sabemos, por la antigua ciencia de la reflexología podal, que en la planta del pie se reflejan (de ahí el nombre) todas las dolencias que sufre el organismo. Así, no es propiamente el pie el que, por su conformación, o por el calzado, o por el modo de caminar, produce todas esas ampollas e hinchazones: es nuestro cuerpo y nuestra mente, globalmente, en el trabajo de adaptarse a esa actividad cotidiana y nueva para él de caminar día tras día con el peso de un macuto, el que expresa en los pies sus agobios y sus batallas internas.
Naturalmente el pie (como decía un querido amigo que tal vez me escuche desde donde sea) es “lo más bajo y lo más sucio” que tenemos. Aquello que está en contacto con lo más pedestre (nunca mejor dicho) del Camino propiamente dicho. La principal batalla se manifiesta ahí, entre la superficie de rozamiento y la llanta de nuestro carro, y evidentemente, es ahí donde se perciben todos los problemas del vehículo.
Por eso el cuidado de los pies con vaselina, su limpieza y la idoneidad del calzado son necesarias, pero incluso cuidando todo eso, las ampollas y los tendones inflamados seguirán apareciendo. Seguramente hasta el momento en que deje de protestar la última célula de nuestro organismo, y no antes.

Kate, Javi y yo
Hay más.

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